Las escaleras ocupan desde hace mucho tiempo el primer puesto en mi lista de pesadillas recurrentes. A veces tengo que subirlas, grandes tramos, interminables peldaños, justo para descubrir que, una vez arriba, me espera otro tramo de igual extensión. Otras veces tengo que bajarlas; en estos casos, indefectiblemente, acabo tropezando y cayendo. Sin embargo, la pesadilla más aterradora es aquella en la que, de buenas a primeras, aparezco a mitad de tramo y tengo que decidir entre subir o bajar, sabiendo que si me equivoco me ocurrirá lo peor de lo peor.