Allí estaba yo, más feliz que una perdiz. Tras varios días dedicados a desplegar todos mis encantos, a ensalzar todas sus virtudes, a mostrar mi más sincera miopía ante sus -pocos- defectos, hoy, por fin, ha aceptado tomarse una cerveza conmigo. Y allí estaba yo, más feliz que una perdiz hasta que ella se despachó con esa sonrisilla de «nene, tú no te has enterado de nada, ¿verdad?».